Queridos amigos de ACDE,
Una de las palabras que más resuena en cada Navidad es “Paz”. Nos la hacen presente desde la profecía de Isaías anunciando al “Príncipe de la Paz” en la liturgia hasta el canto popular “Noche de Paz” que ha atravesado idiomas y fronteras para llegar a todo el mundo. No hay saludo navideño que la deje de lado. De tan repetida, nos hemos acostumbrado a una presencia inofensiva en que se ha hecho parte del paisaje navideño. Nos planteamos tan poco su sentido como lo hacemos con el grueso traje rojo de Papa Noel en medio de nuestro verano. Pero este año en particular esto cambió un poco y esta palabra resonó en mí de un modo particular a partir de los pedidos que la gente expresaba al Niño Dios.
Sucedió la mañana del sábado previo a la Navidad. Con varios laicos y los sacerdotes de mi comunidad salimos a la vereda del templo. La intención era prepararnos para la celebración del Nacimiento del Salvador y ayudar a otros a dejar de correr al menos por un instante para detenerse ante quien debe ser el verdadero centro en estos días. Algunos ofrecían encender una vela en el farolito de la “Luz de Belén” para llevarla a los hogares, otros invitaban a escribir una intención o agradecimiento en un papelito y depositarlo en el pesebre donde en la Nochebuena íbamos a colocar la imagen del Niño Jesús, unos más regalaban unos rojos corazones tejidos con una frase que invitaba a la reflexión.
A los sacerdotes, con la imagen del Niño Dios en las manos, se acercaban las personas que interrumpían sus actividades, compras y corridas de último momento para tocar y besar al pequeño Jesús como gesto que expresara su amor y confianza en Dios. Ellos nos contaban sus intenciones y les dábamos una bendición. Fue allí que algo me llamó mucho la atención: en casi todos los que se acercaban, aparecía el pedido de Paz para nuestra sociedad. Eran muy diversos: chicos, jóvenes, adultos y mayores; quienes estaban de compras y quienes salían de nuestro comedor para gente en situación de calle, los feligreses de siempre y los que nunca vienen a la Iglesia. Todos pedían paz, paz para todos.
La Paz, en su término hebreo “Shalom”, tiene su raíz en una palabra que designa aquello que está intacto, completo, integro. Por esto, en sentido bíblico, se nos habla del bienestar en nuestra vida cotidiana, de un hombre que vive en armonía y equilibrio consigo mismo, con sus hermanos y con la naturaleza, que vive unido a Dios. En este sentido la Paz es tanto tarea como don. Ha de ser construida, conquistada y al mismo tiempo requiere la apertura para ser recibida de Aquel que es el Dios de la Paz. Creo que a esto se referían todos. Como sociedad, nos falta esta paz, no la hemos sabido construir juntos con nuestro esfuerzo común, ni nos hemos abierto a que Dios nos la regale en aquello que no podíamos solos.
En el nacimiento de Jesús los mismos ángeles anunciaron la paz a los hombres que Dios ama. Pero el mismo Señor advertía a sus discípulos: “¿Piensan que he venido a traer paz a la tierra? No, he venido a traer división”. Es necesario diferenciar un aspecto pasajero y terrenal que se refiere a no tener conflictos ni dificultades, de aquello que hace a una vida plena y feliz desde lo más profundo de nuestro ser. La paz definitiva y universal brota a partir de la Pascua, como victoria final de Cristo, y a partir de su reconocimiento como Señor, por cada uno y por todos. Es un reconocimiento que se va dando gradualmente en la medida en que vivimos en su Amor y según sus enseñanzas cada día.
Para quienes tienen a su cargo y bajo su responsabilidad a personas y equipos de trabajo, quienes lideran proyectos y coordinan acciones entre muchas personas, construir la paz es una ardua tarea cotidiana. Lo es respecto a sí mismos, pero también lo es en cuanto a aquellos con quienes se relacionan, tanto en lo personal como en su conjunto. Quien lidera a otros no puede escapar de la pregunta acerca de la armonía y equilibrio de vida de las personas que Dios me ha confiado. No soy dueño de sus vidas, pero no puedo ser aquel que impida o desfavorezca ese bienestar que más allá de los conflictos cotidianos le haga posible vivir en paz. Y aún más ha de ser quien lo facilite y genere un ambiente saludable donde reine esa paz.
Vale la pena hablar con unos pocos ejemplos un poco más en concreto. ¿Cuántas veces somos testigos respecto a algunas relaciones laborales de como muchos sufren exigencias inhumanas que los hacen sufrir y hasta los destruyen? La valoración del otro y de sus capacidades, el respeto incondicional hacia su persona, la preocupación por su desarrollo tanto dentro como fuera de la organización, no debieran estar ausentes en un dirigente cristiano. En otras oportunidades existen ámbitos donde reinan los favoritismos, injusticias, malos tratos, envidias, celos, abusos de distinto tipo. ¿Cómo podría haber paz en un lugar así o en los corazones de quienes lo ocupan?
La Paz que anhelamos como sociedad se construye desde cada lugar que habitamos. A nosotros Dios nos ha confiado el ámbito de nuestras empresas y organizaciones. Es nuestra primera responsabilidad ante la sociedad. Es allí donde debemos velar, revisar a cada momento si la “luz de Belén” se mantiene encendida, si los motivo de gratitud y las necesidades de quienes están a nuestro lado han sido escuchadas y tenidas en cuenta, si hay una verdadera bendición (aun en medio de las dificultades) contenida en ser parte de quienes conformamos esa comunidad tan particular (pero comunidad al fin) que lideramos.
Que la Paz de Cristo habite en sus corazones y los bendiga el Señor que hoy hace de cada uno de nosotros un mensajero de su Paz.