El Padre Daniel Díaz, asesor doctrinal de ACDE, nos invita a apreciar el don de la libertad que Dios nos regala. Respetuosos de este inmenso don, vivámoslo agradecidos en el servicio del amor a los demás.
Disponible enLa libertad según Cristo
Queridos amigos de ACDE,
Hoy en día pareciera que nuestra sociedad asigna un inmenso valor a la libertad. Sin embargo, tengo la impresión de que más allá del discurso generalizado, en la práctica se suele pervertir su sentido y abusar de su aplicación. Cuando esto sucede, suele pasar que el objetivo es hacerla un medio para fines que terminan por destruir lo que proclaman defender. Esa incoherencia disfrazada de virtud hace que, al mismo tiempo, mientras que en algunas circunstancias la libertad llega a convertirse en un principio absoluto que reina tiránicamente por encima de todo criterio o consideración, en otras ocasiones es avasallada con menosprecio, críticas, cancelaciones y violencias para imponer las propias posturas o ideas. Vale la pena, como cristianos, buscar en nuestra fe un poco de luz.
La primera afirmación que quiero hacer puede parecer una obviedad pero es el punto de partida indispensable para reflexionar: Dios es libre. Él no está sometido a nada ni a nadie. El “absolutamente Otro” es el Creador y todo lo demás es su creación. Para traer a la existencia a las creaturas realiza un acto de plena libertad y lo hace sin necesitarlo ni estar determinado a ello. Lo hace exclusivamente por amor. Y si Dios es amor, de algún modo, Dios es libertad.
Si Dios es absolutamente libre, no existe para Él ningún condicionamiento en sus elecciones. No obstante, Dios no puede apartarse de la verdad ni de la bondad. Esto sucede en tanto hacen a su identidad misma. Dios es verdad, Dios es bondad. En Él todo confluye sin oposición y en completa armonía.
La Iglesia Católica define en su Catecismo a la libertad como “el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así, por sí mismo, acciones deliberadas”. Dios es quien ha dado al hombre este poder y este hace a su dignidad. Creados a imagen divina hemos recibido la libertad como don que nos capacita al amor y gracias a ella podemos dirigirnos al bien, y alcanzar así nuestra perfección en la bienaventuranza, que es la felicidad plena que se logra en la comunión de amor con Dios. Esta libertad recibida necesita dejarse orientar por Dios, ya que de otro modo y solo por nuestra responsabilidad, perdemos el rumbo.
San Pablo les decía a los cristianos de Galacia (5,13): “Ustedes, mis hermanos, han sido llamados para vivir en libertad; pero procuren que esa libertad no sea un pretexto para satisfacer los deseos carnales; háganse más bien servidores los unos de los otros por medio del amor.” El pecado tiene la capacidad de corromper la libertad, la puede desnaturalizar y desenfocar. La que fue dada como fuerza de crecimiento y maduración, si se aleja de un recto ejercicio, respetuoso de la verdad y la bondad, termina siendo un acto de autodestrucción. Al nivel de la sociedad, la libertad demanda unas determinadas condiciones de índole económico, social, jurídico, político y cultural.
Traigamos ahora a nuestra vivencia cotidiana lo hasta aquí dicho. Los invito a aplicar su luz sobre nuestra vida en general y particularmente sobre lo que hace a nuestro ámbito de trabajo y a nuestra participación política en la sociedad. Me detendré en tres afirmaciones muy brevemente, para que cada uno de nosotros podamos evaluarnos en qué medida actuamos libremente y respetando la libertad de los demás.
En primer lugar, en nuestra fe no hay ninguna duda: la libertad es buena. Ella nos hace imagen de Dios. Sin ella seríamos menos imagen suya. Claro que en nosotros, esto se da en un proceso. En ella crecemos y nos desplegamos y vamos ayudando a otros a hacer lo mismo. Es siempre en la libertad donde se realiza la noble vocación empresaria, que demanda la capacidad de decidir constantemente entre caminos diversos, jugando nuestra razón y voluntad, asumiendo con responsabilidad los senderos elegidos, corrigiéndonos y mejorándolos. Es en la libertad donde una sociedad se desarrolla, teniendo en cuenta el respeto por cada uno de sus habitantes libres. Podemos preguntarnos: ¿Valoramos nuestra libertad? ¿La custodiamos y defendemos? ¿Y la de los demás?
En segundo lugar, para los cristianos, la libertad que se nos ha dado tiene siempre como fin el amor. Sin cumplir su finalidad se va vaciando de sentido hasta el punto de poder llegar a convertirse en esclavitud. El ejercicio de la libertad que solo sirve para justificar actos individualistas y egoístas, se transformará rápidamente en un sometimiento a placeres y aparentes seguridades que nunca otorgarán el bienestar que prometen. Este amor que no puede faltar tiene que ver con el bien del otro (de cada uno y de todos), con el bien común, con el tratar de ser buenos como Dios es bueno. Podemos preguntarnos: ¿En mis decisiones está siempre activa la finalidad del amor? ¿Qué tan presente está en mi libertad el deseo del bien de los demás?
Por último y en tercer lugar, para nuestra concepción creyente, no se puede ser libre sin respetar la verdad. Las elecciones que se realizan falseando u ocultando información a los demás o a nosotros mismos no nos llevan a donde queremos. Las decisiones que tomamos siendo negligentes en el no buscar conocer acabadamente la realidad del mismo modo que aquellas en que no permitimos que otros lo hagan, esclavizan. ¿Puedo decir que mi libertad se expresa siempre en el marco de la verdad? ¿He permitido que la confusión, la mentira o el engaño empañen mi libertad o la de los demás?
Queridos amigos, para ser libres nos liberó Cristo. Respetuosos de este inmenso don, vivámoslo agradecidos en el servicio del amor a los demás. Que Dios los bendiga a todos.