Vivir en espíritu de conversión

En esta Cuaresma el Padre Daniel Díaz, asesor doctrinal de ACDE, nos invita a reflexionar sobre la conversión, una actitud que debiera ser permanente en quien desea ser discípulo del Señor.

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Queridos amigos de ACDE,

La Cuaresma, estos 40 días que nos preparan para la celebración de la Pascua de Resurrección, pone en un lugar destacado de nuestra reflexión de hoy la palabra “conversión”. La liturgia católica comienza cada año este tiempo con un gesto muy expresivo, el de la imposición de las cenizas, acompañado por la invitación “Conviértete y cree en el Evangelio”.  Se nos llama a un cambio completo, a un giro absoluto  en la dirección de nuestro caminar. Se nos propone pasar de la incredulidad a la fe en cada aspecto de nuestra vida.

Sin embargo, la disposición a la “Conversión” no es algo que debiera ser privativo de una época del año. Más bien esta ha de ser una actitud permanente en quien desea ser discípulo del Señor. El reconocimiento de la propia condición pecadora, limitada e inclinada a hacer el mal que no queremos en vez del bien que deseamos, es indispensable para que nuestra vida creyente no se estanque, sino que se haga cada vez más profunda y más plena.

En el reconocimiento de las propias faltas, el arrepentimiento sincero y la decisión de dejarse conducir solo por el Señor encontramos un camino cada vez más seguro. No es en la soberbia de creer que hacemos todo bien sino en la humildad de asumir que estamos urgidos de la misericordia divina, donde nos acercamos cada vez más al Padre del Cielo y a su gozo. La Iglesia nos llama especialmente en este tiempo con particular fuerza a examinar nuestras conciencias, reconocer nuestros pecados y convertir nuestros corazones, porque desea que la alegría Pascual no encuentre obstáculos para llegar a nosotros. 

Si la “Conversión” no está remitida a un tiempo específico, tampoco lo está al aspecto estrictamente personal o familiar de nuestras actividades. También hay una conversión a la que somos llamados y que debemos vivir como espiritualidad permanente en nuestras actividades laborales y en todas nuestras relaciones en la empresa. 

No siempre esto nos es fácil. Las jerarquías y roles suelen muchas veces constituirse en el falso fundamento por el cual no reconocemos la dignidad de cada una de las personas  con que compartimos los espacios. Pareciera a veces que el pedir perdón, el reconocer propios errores, el buscar enmendarlos se entienden como algo imposible, que afectaría el normal funcionamiento de la organización. Pero lo que sucede es justamente lo contrario. De ese modo se abre la puerta a relaciones tiránicas y abusivas donde no se respeta a los demás.

En otras ocasiones, la percepción del error como algo inaceptable e imperdonable, pueden terminar generando ocultamientos que terminan siendo más penosos que el problema mismo. Obligados a no reconocer las equivocaciones, muchos son arrastrados a no convertir sus acciones. Se generan ámbitos llenos de falsedad, suspicacias, críticas y sospechas.

El aprendizaje que brindan los errores e incluso las faltas asumidas y convertidas difícilmente puedan ser alcanzados con la misma profundidad, desde otras experiencias. Los vínculos que se generan en la aceptación del otro, tal como es, con su historia y su verdad, son muchos más genuinos, responden más acabadamente a las posibilidades y aspiraciones de cada persona y aunque en lo inmediato puedan generar inconvenientes, sabrán rendir sus frutos a su debido tiempo.

 Vivir en espíritu de conversión y permitir que otros también puedan vivir de ese modo nos hará más realistas, más sinceros y, sobre todo, más misericordiosos como nuestro Padre del Cielo. 

Que Dios nuestro Señor los bendiga y acompañe con su infinito Amor en esta Cuaresma.